El Derecho Penal dominicano es un verdadero peligro, una suerte de sorteo en que aveces, muy difícil y escasamente, das con un juez de verdad, en las demás oportunidades la justicia será administrada por un fiscal encubierto, una persona con tanto temor que pudiera ser paciente psiquiátrico, algún arreglista, que intenta justificarlo todo, un súper héroe que se cree con el deber de sancionarlo todo, claro, a un específico lado, y en definitiva, cualquier persona sin un verdadero sacerdocio y compromiso con la justicia.
Las decisiones penales meten miedo, pareciera que nos proponemos como nación crear un espectro de horror, una película de terror en la vida real, lo que unido con la labor legislativa peligrosista de aumento de sanciones, la falta de fiscalización a la calidad de las decisiones judiciales, y el hecho de que los mayores usuarios del sistema penal son los pobres, los que por su condición resultan absolutos desconocedores del daño que significa en su perjuicio el sistema penal, y no les importan a nadie o no parecen importarles.
Muy recientemente como aparente paliativo, como medicina a los excesos, como reparación del daño que puede ocasionar el sistema penal de justicia, dos fiscales y el Ministerio Público fueron condenados pecuniariamente a dos y diez millones de pesos en favor de personas inocentemente procesados y en uno de los casos condenados.
En ambos casos operó la prisión preventiva, y en estos, y en cientos o miles de otros casos, el daño reputacional, moral, a la salud, a la familia, al buen nombre, a la libertad, a la economía y a la estabilidad psicológica de las personas reducidas a cosas, a objetos y objetivos del sistema penal, no encontraron justicia.
Diez millones y dos millones, ni ninguna cantidad puede pagar el daño recibido. En los países que respetan la integridad personal y que son ejemplo de amparo de las libertades estas indemnización superarían con creces los cien millones de pesos. Una limosna, un parcho, un placebo respecto de la afectación, a la mácula, al agravio.
El estado le pasa por encima al individuo sometido a procesos penales como una enorme maquinaria con toneladas de peso, los acuchilla, los golpea con todo su furor, paga publicidad, millones, para hacerles ver culpables, incide en jueces, los adoquina, los amedrenta, tira al imputado en caída libre y sin paracaídas desde las altas nubes y luego pretende que sobreviva.
Justa en parte, parece ser, la decisión indemnizatoria, les manda un mensaje pírrico a los fiscales, a los representantes del poder punitivo del Estado, les dice que deben ignorar las órdenes marcadamente injustas y las ilegales, porque para cuando estén quizá jubilados, para cuando estén en otras actividades, el poder judicial podría fallar en su contra y en contra de su cuerpo. Las decisiones indemnizatorias llegan tardías, diez y doce años después de la concreción del daño, justicia retardada, amén de no alcanzar al todo ni a todos, y es que, si hubo excesos de los fiscales e ilegalidades también las hubo de los jueces.
Hoy, titulares periodísticos y de otros medios mencionan con desprecio y epítetos, similares a los usados para generar la retórica imputacional, a fiscales, los culpables, los abusivos, los desconocedores de los derechos de esos victimizados, pero en cada caso, en cada acción contraria a las garantías de esos y miles de ciudadanos reducidos a la nada existencial, hay un juez, uno que pretende que sus acciones no deben ser fiscalizadas, que se entiende en la obligación de justificar los desmanes, que es parte importante para la materialización del daño, la más importante, pique está llamado a ser el muro de contención de los desmanes, el amparador, el cuidador, el remedio y sanador de los agravios, y se hace el peor cómplice, el verdadero posibilitador del oprobio y el único con autoridad para detenerlo y no lo hace.
Visto así, son los jueces y no los fiscales los verdaderos culpables de estos abusos y debían también ser condenados a reparar el daño que estaban llamados a impedir. Los jueces y el Poder Judicial deberían ser condenados solidariamente por los desafueros y arbitrariedades que posibilitaron, que permitieron. Empero esto podría ser en un estadio de madurez cuasi divina del sistema que actuaría autocríticamente, pero quizá es mucho pedir.
No quiero imaginar qué ocurriría si no existieran los recursos, si no existieran jueces más allá de los jueces, si estos juzgaran con la misma falta de entereza de los otros, de los cómplices, de los extensiones de fiscales que a su vez devienen en extensiones de policías que a su vez se codearon tanto con delincuentes que copiaron muchas de sus mañas, y en definitiva, ¿Qué hubiera sido de estos casos y de los otros miles de casos por curar, si los jueces de arriba, los de los recursos, no hubieran hecho la justicia que se veía tan claramente? Y que no se aplicó en el momento debido, porque el poder judicial prioriza en estadísticas y no en justicia.
***El autor, Lic. Valentín Medrano Peña, es miembro del Instituto Dominicano de Derecho Penal.












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